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El Arcoiris y Pesadilla

 

 Literatura


 El Arcoiris  

Si, cómo se lo voy a negar, estoy yo aquí mismito en este sitio donde la calle Saint Rémy desemboca por fin al pie de esta bóveda negruzca o tiznada, para no decir negra y sucia, ésa que pasa por debajo de los infinitos rieles del tren a París, la ciudad que le dicen de las Mil Luces, pero que, por decirle verdad, no las he visto yo lucir esas luces desde hace tiempísimo, fue cuando el año la nana, si mal no recuerdo, es que me da cosa tomar el tren de barrios, aunque sé que pudiera él unir amorosamente mi vida pueblerina con la ilusionada ciudad de mis antiguas mocedades. Estoy yo ahí, pues, parado como un huevón, que he dejado ya de ser mozo, es cierto, mirando a aquellos hombres y mujeres que me los imagino oliendo a trabajo y a amargura. Por lo demás están tristes las caras detrás de las ventanillas y parecen mirarme a mí envidiándome quizás la felicidad de no tener que tomar a diario el tren que lleva a las afueras de la vida, y yo también los miro a ellos que toman el tren cada día y hasta dos veces al día. Acabo yo de cumplir un largo y maravilloso viaje iniciático de éstos que se han puesto de moda últimamente y que no pueden imaginarse a qué se parecen estos viajes aquellos condenados a viajar porque sí todos los días de un largo año para ir a crucificar con desgana sus irredentos sueños, yo llevo tiempo sin poder tomar el tren, es cierto, por qué se lo voy a negar a usted, este modesto trencito de las afueras, que no el transiberiano o aquel pulido y lujoso tren que va a la ciudad de los cosmopólitos amores, y yo parado aquí como un huevón mirándolos, envidiándoles el eterno y monótono viaje hacia la labor porque sí, los miro yo con la mirada ésa bobalicona de las vacas que no se sabe con qué estarán soñando, pero parecen envidiarnos esa posibilidad que tenemos nosotros de viajar, paradas como están ellas en medio de la estancada pradera de sus bovinos días, detrás de los alambres púa de sus días sin viaje a ninguna parte del mundo, a París vamos a poner, hacia las mil luces ésas que relampaguean hasta en los negros ensueños caribeños, esas luces que hacía yo relucir sin querer en las cartas que le escribía a mi cálido sueño tropical que tiene nombre Eduardo, negro fino y aristocrático. De repente estuve en la destartalada guagua, pegada la mejilla a la ventanilla, viendo pasar a las negras – i ay mamacita ! – meneando caderas y nalgas, mirándolas a ellas como a las caras ésas que acaban de perderse para siempre en el túnel de sus inútiles días. Llovía. Siempre llueve en Meaux, en la Havana también borran las lluvias nuestros vanos sueños, pero lo hacen con la súbita fuerza del Trópico, que no con esa manera solapada, terca o mesquina de por aquí. Pero acabamos por acostumbrarnos al estilo propio que tiene cada lluvia de despejarnos la mente, después de cada oleada de sueños y esperanza y así seguimos viaje como estos viajeros de los trenes de las afueras. Cada lluvia tiene su encanto personal, ésta que está cayendo y que se confunde por un instante con unas dos lágrimas que no pude retener, también lo tiene, pero se trata de un encanto lento y modoso. La ciudad de las luces también tiene sus lluvias, pero fundiéndose éstas con las luces que le dije, dan nacimiento al arcoiris que une a las dos riberas de nuestra vida. Yo, es verdad, sigo arrodillándome en las iglesias y los templos para no olvidarme de que soy hombre bajo el cielo, pero ya no creo en Dios ni en las ciudades de las mil luces, ni en la sempiterna y lóbrega sombra, sólo creo en el Arcoiris de mis días, un día sí, otro no, así va la noria de mis plácidos días, aunque sigo viendo pasar a veces los trenes de mi ilusión. Si ya se apagaron las mil luces de la ciudad de mis mocedades, sigue brillando aquella urbe con sus mil locuras habidas y por haber, que eso ya es mucho, se lo digo. Si no me cree, puedo enseñarle mis cartas credenciales, como otros enseñan sus nalgas para asustar al pequeño burgués que camina a su lado, sino pues a tirarse al río Sena, de brazos tiernos y maternales. No vale la  pena  que  siga  usted  viviendo  si  no cree en el Arcoiris de sus días. ¡ Qué se joda, pues amigo ! ¿ Qué le vamos a hacer ?

 

 Pesadilla  

Fue precedida por un hondo acorde de violoncelo. Esta terrible pesadilla me había caído encima por una calurosa y pegajosa noche de verano. Fue en Monte Hurelos, si mal no recuerdo, pero podía haber sido en cualquier parte del mundo, hasta en la Plaza Melquíades o en la calle Quincampoix. La tarde había sido larga, lluviosa solitaria y aburrida, con unos relámpagos lejanos surcando de vez en cuando mi tedio, tal un latigazo que fuera dado por un negrero desalmado.

Llevaba muchos años sin soñar y temía que la dichosa luna de miel que estuve viviendo en un tiempo junto con mi inconsciente – esta voz labiríntica y amiga – se hubiese interrumpido, después del lindo sueño que, aquel invierno, me pregonó lo feliz y llevadera que era la vida para el que supiera vivirla sin inútiles y fatigosas amarguras.

Fue, pues, una pesadilla lejana y profunda cuyo vuelo se remontaba a los tiempos antiguos, mucho más allá de la infancia de uno, mucho más allá de la infancia de la Tierra, del Mar y del Cielo. Sacudió la muy perra todas mis pobres teorías sobre la vida, el amor y el Alma y hasta sobre la dieta más conveniente y adecuada para conservar salud y losanía. Derrumbó para siempre toda posibilidad de salvación, hasta para las fuertes almas rebosantes de fe y de esperanza, sumidas de golpe en las tinieblas más negras y desesperadas.

Se alzó desde lo más hondo de mi ser – que, asimismo era el ser de cualquiera – y hasta desde más allá y desde más adentro de mí.

Hizo trizas en un momento mis despreocupadas andanzas y mis días festivos que duraban desde hacía tantos meses que llegué a creer que el mal y el dolor no habían existido nunca sino en la mente achacosa y plañidera de unos pocos seres sin fe que lamentaban siempre haber nacido en este Valle de amargas lágrimas, como solían decir ellos. Este Valle que desmentía todos los sueños habidos y por haber y todas las utopías ingenuas y dañinas que albergaban en su febril mente enfermiza los que pensaban sustituirse al mismo Dios, reprochándole haber creado el Mundo, tan sólo para hacer sufrir a sus criaturas, amargándoles la vida que acababa de regalarles, sin que nadie se lo hubiese pedido, a él ni a más nadie.

Fue, como se lo decía, una pesadilla horrenda que me amargó el temprano despertar, así como el desayuno, a pesar de su mermelada de cerezas maduras y jugosas, como me amargó la jornada de después de la noche en que ella vio el día, maldita pesadilla que me quitó el sueño de un golpe y duró un largo día que se me antojó casi tan largo como una noche desvelada en que no se puede conciliar el sueño, por culpa de una pesadilla que nos hace echar de menos los lindos sueños de estas noches divinas que, si no fuera por esas solapadas pesadillas, serían eternas y dignas del Paraíso eterno, con su dicha inmortal e inmerecida.

 

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